TactoConTacto

 

Soñar, imaginar, hacer.

Solo  puedo hacer aquello que puedo imaginar. Y solo puedo imaginar aquello que puedo soñar. Esto es una declaración de  intenciones. Es un grito de guerra.

  Y no soñamos con diagnósticos, ni con perfiles, ni con comportamientos, ni con patologías de la mente y del cuerpo que aparecen en manuales de diagnóstico.. Tampoco soñamos con un lenguaje técnico e indescifrable para lograr el respeto y mostrarme como un experto. Tampoco lo hacemos con competencias propias ni ajenas. No soñamos con despachos, ni mesas, ni tabiques que me separen del paciente. Con salas de espera que desesperan.  Con estanterías repletas de tratados y paredes que muestren las capacidades profesionales, pero no humanas, que aventuramos poseer.  Ni tan siquiera nos gusta la palabra paciente para referirme a la persona que nos ha elegido  para  tener una perspectiva diferente de un problema que  por sí sola no ve la manera de encontrar la solución o elegir el camino que le lleve a ella. No soñamos con grandes intervenciones ni rebuscadas hipótesis para resolver los conflictos cotidianos. No soñamos con la transferencia ni con los mecanismos de defensa. Tampoco con el inconsciente individual ni el  colectivo. No soñamos con pacientes que sientan y piensen como nosotros al final de la sesión. No soñamos con tener la razón.

Por el contrario,  imaginamos espacios abiertos y relaciones horizontales en las que muchas veces vamos a ir por detrás del paciente y  en que otras tantas vomos a ser los alumnos y él/ella el profesional.  Ser el que aprenda y no el que enseña. Imaginamos la mente abierta y los ojos aún más para escuchar mejor y no más. Imaginamos el tacto entendido como respeto el tiempo y el contacto como respeto en el espacio. Imaginamos la palabra como el mejor tratamiento y la imaginación como la mejor estrategia. La motivación como el motor de cualquier cambio y la creatividad como el combustible más eficaz.

Imaginamos el espacio psicoeducativo como un lugar de comunión que favorezca las puestas en común. Paredes que hablen y ventanas que digan. Imaginamos la pedagogía de las cosas comunes. Globos y cuerdas. Guantes y embudos. Lápices y colores. Sofás que inviten al dialogo y alfombras voladoras  que nos lleven  más allá de la razón. Imaginamos lámparas mágicas llenas de genio e ingenio que nos hagan creer y crecer. Imaginamos libros que nos lean y cuadernos que nos hablen. Imagino plantas, y flores, y fruta, y cojines y películas, y músicas del mundo y frases bailando por los techos. Imaginamos un jardín para el café de media tarde. Imaginamos el mar como ansiolítico, el río como antidepresivo, las calles vacías como relajante muscular. La playa, la montaña, el baile, el bosque, la arena, la pintura, el camino, las estrellas como expertos terapeutas

 Imaginamos lo inesperado, lo no buscado. Lo improbable. Lo imposible. Nos imaginamos equivocándonos, y equivocándonos cada vez mejor. Nos imaginamos sin miedo a crear, a improvisar, a arriesgar.  A reconocernos unos ignorantes ilustrados.

Finalmente, hacer es crear, es creer, es crecer. Crear el clima desde el inicio. Crear las condiciones para que todo crezca, para que todo sea posible. El espacio físico es la proyección de nuestro hacer. Es nuestra manera de pensar la relación terapéutica y pedagógica. La luz, los muebles, la decoración, los objetos, los olores deben de ser nuestra tarjeta de presentación. Deben conllevar una redefinición de los significados, tanto para nosotros, los “profesionales”, como para los clientes. Debe servir para romper esquemas previos sobre qué es, cómo es  y el para qué es una “consulta”. Debe generar expectativas de cambio, de algo distinto. Porque eso es lo que espera la persona que viene a nosotros buscando estrategias diferentes a problemas cotidianos. Cambiar con una forma de hacer diferente. Y para eso es necesario un espacio diferente. Si queremos un verdadero cambio, cambiemos primero los espacios donde este se ha de producir. Es hora de sustituir los desfasados consultorios, las clásicas aulas de formación, por  lugares que favorezcan la transformación, los aprendizajes, los intercambios, las transferencias intencionadas.

Si nos paramos a pensar un poco actuamos, nos comportamos según lo que nos rodea. El medioambiente nos empapa y nos empuja a hacer, a sentir de una manera determinada. Así, en la playa volvemos a ser un poco niños. Jugamos con las olas, con la arena. Sonreímos sin motivo. Comemos bocadillos que nos saben a recreo. Si salimos al campo, inspiramos profundo, volvemos a las raíces, volvemos a oírnos. Si, por el contrario, entramos en una iglesia, en un museo o en una librería nuestro lenguaje verbal y físico cambia. Nos volvemos formales, nuestros gestos se ralentizan, también nuestros pensamientos, nuestras emociones. En todos esos lugares, por poner un pequeño ejemplo, nuestro lenguaje cambia, los significados cambian. Nos adaptamos y readaptamos a las formas, a los colores, a los tiempos. Nosotros cambiamos y lo hacemos con facilidad, sin resistencia. De forma natural. Cambiamos la forma de sentir, de percibir y, por lo tanto,  cambiamos la forma de hacer.

Y sucede. Ocurre de forma casi mágica. En función del espacio se producen  no sólo las primeras transformaciones personales, sino, y más importante a nuestro entender, nacen nuevos intercambios, nuevas formas de pensar, nuevas formas de  comunicar que nos  han de llevar a novedosas formas de hacer.